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La dictadura de Sila (82-79 a. C.)

 Tras su triunfo en la Primera Guerra Mitridática (89 – 85 a.C.), el general Lucio Cornelio Sila regresó triunfal a una Roma que años antes le había declarado enemigo público. 

A través de la fuerza de las armas consiguió implantar en la ciudad la llamada dictadura de Sila (82-79 a.C.), un régimen del terror en el que murieron asesinados miles de ciudadanos romanos.

 Sorprendentemente, el nuevo dictador de Roma renunció a la dictadura y a todos los honores ligados a ella tres años después de haberla asumido. Aun así, las reformas institucionales que introdujo tuvieron importantes consecuencias durante las décadas finales de la República Tardía.

A pesar de que Sila partió de Asia con sus legiones a mediados del 84 a.C., no desembarcó en el sur de Italia hasta la primavera del año 83 a.C. Durante ese tiempo intermedio, permaneció en Grecia para tratarse una enfermedad y de paso llenar sus naves con miles de obras de arte: cuadros, estatuas, manuscritos preciosos, esculturas, columnas de templos…

En el momento de su llegada a Brindisi (sur de Italia), Sila contaba con decenas de miles de soldados veteranos muy leales y dispuestos a luchar por él, a los que se les unieron enseguida las tropas de algunos aliados. Desde África acudió Metelo Pío, hijo de Quinto Cecilio Metelo, el rival político de Cayo Mario en la guerra de Yugurta; desde Hispania viajó Marco Lisinio Craso, el futuro miembro del Primer Triunvirato junto a Julio César y Pompeyo Magno; y desde el centro-este de Italia llegó el ya mencionado Pompeyo Magno, hijo de Pompeyo Estrabón.

El ejército de los cónsules romanos del 83 a.C. —Lucio Cornelio Escipión Asiático y Cayo Norbano Balbo— era bastante grande, pero poco pudo hacer ante el avance del de Sila y sus aliados por el sur de Italia. Norbano fue derrotado y tuvo que refugiarse en Capua, al sur de Roma, mientras que Escipión Asiático tuvo que ver cómo sus tropas le abandonaban para pasarse al bando contrario.


En ese contexto desesperado fueron elegidos para el consulado del año 82 a.C. dos destacados populares, Papirio Carbón y Mario el Joven, un hijo adoptivo de Cayo Mario que aun no tenía la edad legal para ser elegido. Sin embargo, el poder de convocatoria del hijo del legendario tercer fundador de Roma no impidió que Sila, Pompeyo, Craso y Metelo Pío siguieran cosechando éxitos. En consecuencia, Carbón tuvo que retirarse unos cientos de kilómetros al norte y Mario el Joven acabó encerrándose en Praenestre, al sur.

Sin los cónsules presentes y con los pretores huidos, el camino hacia la metrópolis estaba libre, por lo que Sila se hizo con la ciudad en la primavera del 82 a.C. No obstante, el general sabía que Roma no sería completamente suya hasta que aplastara los reductos de resistencia que quedaban a su alrededor. Para empezar, derrotó en varios encuentros menores a Carbón, que prefirió huir a África antes que acudir a un enfrentamiento definitivo.

Ante este panorama, los aliados samnitas eran los únicos disponibles para liberar a Mario el Joven y recuperar Roma. La batalla decisiva tuvo lugar en Porta Colina, a muy pocos kilómetros de la urbe, y terminó con una gran derrota de los itálicos. Cuando Sila envió las cabezas decapitadas de los líderes samnitas a Praenestre, Mario el Joven supo que ya no había ninguna esperanza y se suicidó junto a su guarnición. De esta manera, Sila se convirtió en el dueño y señor de Roma por segunda vez en esa década.

Tal y como había sucedido tras su primera marcha sobre la ciudad, el final de la guerra civil no trajo consigo la paz, sino la represión de un bando sobre el otro. Sila pensaba que la estabilidad y la prosperidad de antaño no regresarían a Roma hasta que lograra extirpar todos los elementos dañinos que a su juicio la estaban matando. En otras palabras, tenía que eliminar sistemáticamente a todos sus enemigos políticos y reformar las instituciones si quería consolidarse en el poder.

De inmediato se redactaron las proscripciones, unos largos listados de acceso público que contenían los nombres de cientos de ciudadanos que a partir de ese momento pasaban a ser enemigos públicos de Roma. No solo se puso precio a sus vidas y se ofreció impunidad a sus asesinos, sino que se prohibió expresamente prestarles cualquier tipo de ayuda. Además, todos sus descendientes perdieron sus derechos como ciudadanos y sus propiedades y bienes (incluidos los esclavos) fueron confiscados por el Estado.

Entre los proscritos figuraban antiguos cónsules, pretores, tribunos de la plebe, cargos militares, senadores y demás figuras de la élite social romana que en algún momento del pasado habían demostrado no ser partidarios del bando silano. Desconocemos la cifra total de asesinados, pero los cálculos más optimistas hablan de 40 senadores y unos 1400 caballeros. Otros muchos lograron huir de Italia, pero los que fueron capturados en el intento fueron decapitados para exhibir sus cabezas en el Foro romano.

Fuera de las fronteras de Roma, la venganza de Sila se hizo notar aun más intensamente. En Praenestre, Sila mandó ejecutar a unas 12.000 personas al mismo tiempo que mandaba construir un templo a la diosa Fortuna, símbolo de su victoria sobre sus enemigos. Peor suerte corrieron otras ciudades de Italia como Nola o Capua, que fueron materialmente arrasadas. Algunas otras, como Pompeya, fueron reconvertidas en colonias para los soldados veteranos de Sila, entre los que se repartieron las tierras confiscadas

Las reformas de la dictadura de Sila

En las primeras semanas tras su toma de poder en Roma, Sila tomaba las decisiones en calidad de procónsul. Sin embargo, sabía que necesitaba concentrar aun más poder para llevar a cabo su deseada reorganización del Estado. Por este motivo hizo que se aprobara una ley que proponía el establecimiento en su persona de la dictadura, una magistratura extraordinaria que no se usaba desde los tiempos de la Segunda Guerra Púnica (218 – 202 a.C.).

 No obstante, la dictadura de Sila fue muy particular, puesto que desaparecía el límite temporal de seis meses y se le concedió expresamente para «redactar leyes y organizar el Estado» (dictator legibus scribundis et rei publicae constituendae). En consonancia, cualquier decreto propuesto por él se convertía automáticamente en una ley, sin necesidad de consultar al pueblo.

A nivel institucional, el objetivo de la dictadura de Sila era fortalecer el Senado y debilitar aquellas instituciones que habían eclipsado su preeminencia en las últimas décadas. Entre otras cosas, se limitó todavía más el papel político de los tribunos de la plebe. A partir de ahora no podrían proponer ley alguna sin la aprobación previa del Senado, su poder de veto quedaba restringido y al ser elegidos quedaban inhabilitados para ejercer cualquier otro cargo público.


Durante la dictadura de Sila también se reguló el acceso al conjunto de las magistraturas, recuperando las normas y criterios de edad que tanto se habían roto desde hacía décadas. Asimismo, el número de pretores aumentó a ocho y el número de cuestores se incrementó a veinte. En este sentido también se aprobó una ley que buscaba limitar la autonomía de los gobernadores provinciales, de modo que sus decisiones estuvieran más controladas por el Senado. Precisamente en la Cámara se sentaron 300 nuevos miembros escogidos previamente por Sila, con lo que el número total pasó a ser 600.

A finales del 81 a.C., cuando consideró que su tarea de reconstrucción institucional, social, económica y religiosa del Estado había terminado, Sila renunció voluntariamente a la dictadura. Aun así, se mantuvo activo, puesto que fue elegido cónsul para el año 80 a.C. junto a Metelo Pío.

Una vez terminado su año de mandato, abdicó de todos sus poderes y se retiró de la vida pública. De hecho, incluso se alejó de Roma, pasando sus últimos meses de vida como un simple particular en una de sus lujosas casas en el golfo de Nápoles. Finalmente, a mediados del 78 a.C., el hombre que había ostentado un poder casi absoluto en Roma murió de una enfermedad natural.

En el verano de ese mismo año se leyó públicamente en Roma el testamento del dictador, en el que solicitaba un funeral apoteósico pagado a expensas del Estado y la concesión de un terreno público en la ciudad para erigir un monumento en su honor. Para bien o para mal, Lucio Cornelio Sila pasó a la historia como uno de los políticos más trascendentales de la antigua Roma.

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