Livio nos cuenta en el primer libro de sus historias, con una narración de intenso colorido, la expulsión de los Tarquinos de Roma.
A pesar de las conquistas en el exterior y las grandes obras públicas realizadas durante el reinado de esta dinastía, Tarquino el Soberbio, tirano déspota y violento, fue odiado por el pueblo romano.
El hijo de éste, dominado por una pasión insana, se atrevió a violar a Lucrecia, matrona honorable que, para escapar al deshonor, se suicidó.
Este hecho originó un movimiento revolucionario, cuyo mando asumió Lucio Junio Bruto. El tirano, su esposa y sus hijos fueron exiliados. En el año 510 a. C. nació la república romana, que duraría cinco siglos, y la Comitia Centuriata, la popular asamblea del pueblo romano donde se elegían los cónsules.
La marcha de los Tarquinos se describe en los anales de Roma como consecuencia de un levantamiento esencialmente político, final de una anarquía que se basaba en la omnipotencia de un solo hombre y en la servidumbre de los ciudadanos.
En lo sucesivo el poder fue ejercido por su custodio legítimo, el pueblo; ésta es la base de la libertas, maravilloso privilegio adquirido por la ciudad y sus habitantes.
Transcurrieron quinientos años antes de que surgiera, sobre las ruinas de las guerras civiles, un nuevo régimen personal: primero el de un César; luego, el de un Augusto.
La tradición legendaria que nace más tarde en beneficio del cambio fundamental del régimen experimentado por Roma omite la mención de las causas reales de la marcha del tirano etrusco.
La causa verdadera no fue la insurrección del pueblo romano, sino muy probablemente, alguna derrota militar debida a la alianza del pueblo latino y la ciudad de Cumas contra los etruscos que habían ocupado el Lacio.
Livio continúa su explicación sobre el asedio de Roma por Porsena, rey de Clusium; este hecho encubre sin duda la reconquista de la ciudad por los ejércitos etruscos, que llegaron con refuerzos.
La pérdida de Roma en los últimos años del siglo VI a. C. fue un acontecimiento grave para Etruria.
Significó el final de la hegemonía toscana sobre el Lacio, y el principio de un período difícil en las relaciones entre los etruscos y los latinos. Al mismo tiempo se cortaron las comunicaciones directas por tierra con la Campania.
El período de grandeza del efímero imperio etrusco estaba ya en su final.
En el siglo v se suceden los fracasos uno tras de otro, las dificultades se multiplican, y se refleja el retroceso general en la clara decadencia de las esferas industriales y artísticas.
Disminuye la producción por todas partes, y desaparece la calidad.
No hay nada en el campo etrusco que compita con la magnificencia del arte helénico del siglo v, aunque, como veremos, la naturaleza del ideal clásico de la Hélade no pudo encontrar de modo alguno una réplica vigorosa en los talleres toscanos.
Etruria tuvo que librar fuertes batallas tanto en la tierra como en el mar.
Roma asumió un lugar muy im portante en la confederación latina, y sus ambiciones amenazaron los territorios de los reinos etruscos cercanos.
Veves fue, naturalmente, la primera amenazada. No obstante, su aliada Fidenae, pequeña ciudad latina en la orilla izquierda del Tiber, resistió la primera embestida.
En el mar, la situación era más grave. Sin comunicaciones por tierra con sus colonias en la Campania, Etruria intentó reconquistar Cumas, e instalarse en la costa.
Pero esta vez se vio obligada a pelear sola, puesto que Cartago acababa de ser derrotada por las fuerzas unidas de Siracusa y de Agrigto
Cumas, por otra parte, recibía refuerzos de Siracusa, y puso en fuga a la marina etrusca.
El helenismo triunfó, y la primera oda pitica de Pindaro celebra en estilo épico el éxito de la ofensiva griega.
En Olimpia ha sido hallado un casco de bronce dedicado al Zeus etrusco por Hierón y los habitantes de Siracusa.
A finales del siglo se agravó la situación.
La Campania fue amenazada por el descenso al llano de los aguerridos habitantes de las montañas, los samnitas. Éstos ocuparon Capua en el año 432 a. C., fecha nefasta para Etruria entera.
Casi al mismo tiempo, el año 425, los ejércitos romanos destruyeron Fidenae, y Veyes tuvo que hacer frente a una amenaza mortal.
Resistió un sitio agotador que duró diez años.
En el 396, el dictador romano, Marco Furio Camilo, cuya fama comenta con mucha justicia Livio, tomó la ciudad por asalto. Etruria fue testigo, con una indiferencia desconcertante, de los sufrimientos y de la caída de tan im portante ciudad.
Esta ausencia de sentimiento patriótico explica la desmembración progresiva de su imperio primitivo.
La desmembración había comenzado ya en el sur de Etruria, donde Roma avanzó hasta la fortaleza de Sutri, que fue tom ada por asalto.
En esta época surgió una amenaza desconocida que llenó de temor a Roma y a Etruria.
La Italia antigua estaba sufriendo de hecho su última gran transformación, debida a las invasiones de los celtas sobre el valle del Po, que, hasta la mitad del siglo I a. C. realizaron acometidas amenazadoras por toda la península.
Los autores antiguos nos han dejado vividas descripciones del terror que se apoderó del país a la llegada de estos grandes guerreros, cuyos hábitos eran todavía semibárbaros; parecía que nada podía contenerlos.
De acuerdo con Livio, la invasión del valle del Po por las hordas celtas tuvo lugar entre los años 600 y 400 a. C. Pero la arqueología no confirma una fecha tan lejana.
Los objetos hallados en las tumbas celtas en el norte de la península indican que los celtas debieron de hacer su aparición en Italia alrededor del siglo V.
Se supone que llegaron invasiones posteriores, aproximadamente entre los años 450 y 350.
Además de ello, hay el período en que las huestes célticas procedentes de la Europa central se extendieron simultáneamente por el oeste hasta el interior de la Galia, y por el este hacia el interior del valle del Danubio.
El punto de partida de los celtas que entraron en Italia debió de ser también el valle del Danubio y Bohemia
La causa de su migración —igual que la de sus parientes, que partieron casi al mismo tiempo del este hacia el oeste—, debe buscarse en la presión ejercida sobre ellos por las tribus que llegaron del norte y del este, y a quienes agrupamos bajo el nombre de alemanes.
Habiendo cruzado los Alpes, se extendieron por el interior de la península, por lo que los celtas debieron de entrar inmediatamente en colisión con los etruscos en el llano del Po.
Para los últimos —igual que un poco más tarde para los romanos— los recién llegados eran bárbaros surgidos de regiones remotas del norte. Su gran número y los gritos salvajes sembraron el temor en las filas de sus adversarios. Se dice incluso que combatían completam ente desnudos, provistos únicamente de un enorme escudo, única arma defensiva.
Esta desnudez marcial, que aparece representada en algunos bajorrelieves, no era señal de ferocidad, sino un antiguo rito religioso que encontramos entre muchos pueblos primitivos.
Las hazañas individuales atraían al guerrero celta más que el combate disciplinado y ordenado al estilo etrusco o romano.
Durante la batalla, los celtas, con frecuencia, rompían filas y desafiaban en combate individual a los más valientes de sus enemigos. También entonaban cantos en los cuales exaltaban su propio coraje y m anifestaban dudas sobre el de sus enemigos.
En este periodo, el territorio etrusco del valle del Po corrió un grave peligro. Se cree que Melpum cayó en el 396, el mismo año que la ciudad de Veyes.
La tradición romana, por su parte, conserva el recuerdo intenso de la terrible derrota que los celtas infligieron a los romanos a orillas del Alia, pequeño afluente del Tiber.
Las legiones fueron deshechas, y los celtas acamparon en el foro de Roma; pero no consiguieron ocupar el Capitolio, que Manlio defendió con tanto heroísmo.
Saquearon la ciudad y le prendieron fuego.
Los romanos tuvieron que pagar un elevado rescate para que los celtas abandonaran la ciudad. Mientras se pesaba el rescate, un celta lanzó con insolencia su espada sobre las balanzas y dijo una frase que, tal como nos dice Livio, no había romano capaz de sufrirla:
Vae victis! —¡Ay de los vencidos!—.
La batalla del río Alia, que indudablemente tuvo lugar el año 381, permanece en la historia romana como un recuerdo triste y humillante.
No obstante, por lo que a Roma se refiere, este desastre no tendría consecuencias.
Después de la marcha de las hordas victoriosas, los romanos, que aprendieron en la cruel experiencia, se apresuraron a rodear su ciudad con una muralla nueva, y más fuerte.
Pero las ciudades etruscas del Norte tuvieron suerte distinta; una tras otra cayeron en poder de los nuevos conquistadores.
Felsina resistió con obstinación y siguió la lucha durante largo tiempo.
Capituló hacia el año 350 a. C.
La llegada sucesiva de los insubros, los cenomanos, los boyos, los senones y los lingones, dio lugar a la ocupación total del llano que había sido invadido, y, poco tiempo después de la mitad del siglo IV, la Etruria Circumpadana, territorio etrusco en el Po, se convirtió en la Galia Cisalpina.
Aquellos etruscos que no pudieron refugiarse en la madre patria buscaron refugio en los valles alpinos. Pero la influencia de los etruscos fue profunda en la civilización material de los conquistadores. Desde esta época en adelante, el viejo imperio etrusco se redujo a un simple recuerdo.
Lejos de poder soñar en conquistas como en el pasado, la nación toscana se encontró a sí misma lanzada de nuevo a la región que había sido su cuna; pero, incluso allí, no encontró ni paz ni tranquilidad.
Los celtas ejercieron presión sobre ella desde el norte, y los griegos se atrevieron a atacar las costas y destruyeron sus puertos y ciudades.
Roma aumentaba continuamente su presión convulsionadora, y, bajo los repetidos golpes de las legiones romanas, las monarquías, tan orgullosas de su pasado, cayeron una a una.
Naturalmente, los toscanos intentaron recuperarse en los períodos ocasionales que les fueron favorables, y contratacaron en un esfuerzo para aminorar la tenaza que sentían cerrarse a su alrededor. Incluso aceptaron alianzas efímeras con sus más encarnizados enemigos: los umbros, los celtas y los griegos, en un intento de resolver de una vez los problemas que les creaba la república romana, y que presentían se formaba para su destrucción.
Todos estos esfuerzos resultaron vanos. La conquista romana avanzaba lentamente, pero con seguridad, hacia su meta.
La pérdida de la llanura del Po fue seguida por la pérdida de Córcega y de Elba. Los siracusanos, que jamás volvieron a temer a los piratas del Mar Tirreno, llegaron del norte y se apoderaron de las islas que tenían gran importancia estratégica para sus ocupantes, los etruscos.
Penetraron profundam ente en el Adriático, tomaron Adria y Spina por asalto, y se establecieron en Ancona. En las costas este y oeste de la península, los griegos rompieron tam bién los eslabones comerciales de los etruscos, fuente de su pasada grandeza.
Reducida a un Estado continental de im portancia moderada, Etruria se vio forzada a una lucha puramente interior, para la cual estaba en inferioridad de condiciones en relación con su rival latina. Sólo la unión y la concentración de todas las fuerzas etruscas, que eran todavía considerables, hubiera podido enfrentarse con éxito a Roma.
Pero Etruria sufría de una enfermedad similar a la que provocó la caída de Grecia. El patriotismo local de las distintas ciudades las llevó siempre a anteponer sus propios intereses a los de la nación como conjunto.
Un egoísmo cegador les convirtió en presa fácil para los zarpazos de las legiones romanas.
Cerveteri, situada a veinticinco millas de Roma, fue la primera en someterse.
En el 351 se separó de la liga etrusca, por lo que Roma le permitió m antener cierta autonomía.
Con este cambio de facción se quiso evitar los horrores del asedio y las matanzas.
A finales de siglo, Roma centró su atención en Apulia y en la Campania, donde explotaba su superioridad.
Los etruscos trataron de aprovecharse de esta situación y atacaron a su enemigo, pero Quinto Fabio Ruliano avanzó con audacia por los espesos bosques del territorio del sur de Etruria, muy favorables para las emboscadas, y alcanzó las proximidades de Perugia, donde obtuvo una resonante victoria sobre un numeroso ejército.
En el 308, la campaña llegó a su término, y Tarquinia, a su vez, tuvo que ceder a Roma parte de su territorio
Entonces empezó la fase final de aquella larga lucha.
Ni la aparición en el 307 de algunos buques etruscos en aguas de Sicilia ni la ayuda prestada por una alianza extrañamente renovada a Siracusa, que estaba entonces sitiada por los cartagineses, podrían engañamos.
Etruria había perdido la iniciativa por todas partes, y tuvo que luchar por su propia vida.
Tomó parte en una vasta alianza de pueblos itálicos establecidos cuando Roma, en el año 299, estaba sumida en su tercera guerra samnita.
Se formó un ejército abigarrado, que recibió en sus filas a samnitas, galos, umbríos y etruscos. Pero las tropas de una alianza raramente alcanzan la cohesión de un ejército nacional. La disciplina de las legiones romanas ganó la batalla a pesar , de la superioridad del enemigo.
La victoria fue alcanzada en el 295, cerca de la pequeña ciudad de Sentinum. La tradición cuenta que el cónsul, Publio Decio Mus, se ofreció a sí mismo a los dioses del universo y de la tierra, debido a la situación desesperada en que se encontraban sus hombres, que parecía que iban a ser aniquilados en su totalidad.
Este ofrecimiento constituía un rito muy antiguo, de origen supersticioso, y al que se atribuían poderes mágicos. Al ofrendarse el romano a las divinidades de la tierra, infundió a los suyos la superioridad con respecto a sus enemigos, y la fórmula ritual que pronunció en el momento de su sacrificio dio también valor ante la m uerte a los hom bres cuya derrota trataba de impedir.
Las antiguas creencias de Roma concedieron un lugar im portante a esta forma curiosa de magia benévola.
La alianza con los galos daría a Etruria la última oportunidad de alarmar a Roma.
Las tribus salvajes avanzaron por el sur desde el llano del Po, y los etruscos les dieron la bienvenida como amigos.
El cónsul Lucio Cecilio Metelo, miembro de una célebre familia, dio la batalla contra la coalición de los galos y etruscos bajo las murallas de Arezzo, y él mismo perdió la vida en la lucha.
Pero los refuerzos romanos vengaron esta derrota en otra batalla cerca del lago Vadimón.
Las dos últimas grandes ciudades que habían conseguido conservar su vitalidad y sus recursos, Vulci y Volsini, tuvieron que firmar un humillante tratado de paz.
Vulci perdió su
independencia y gran parte de su territorio. El año 273 se estableció
allí una colonia romana, Cosa.
Sólo quedó allí un baluarte de resistencia, la vieja Volsini, poderosamente defendida por vastas murallas, que fueron sacadas a la luz en años recientes
Una sublevación de esclavos aterrorizó a los ricos y a los patricios, quienes llamaron entonces a Roma para que les ayudase.
Fue una súplica temeraria que selló la ruina de la ciudad.
Los romanos la tomaron por asalto, destruyeron casas y monumentos y llevaron a los últimos su pervivientes más cerca del lago de Bolsena, a las apacibles laderas donde surgiría la ciudad romana.
Etruria se sometió a Roma
Su misión estaba cumplida, tanto política como militarmente, y ni siquiera intentó sublevarse cuando, durante la segunda guerra púnica, las tropas cartaginesas m andadas por Aníbal llegaron por el sur y amenazaron a Roma.
Etruria había sido probada con demasiada dureza, y permaneció fiel a su dueño romano. Pero Toscana no perdió su personalidad.
Sus tradiciones religiosas y sus embarcaciones típicas continuaron floreciendo hasta que se inició la Era Cristiana.
Durante doscientos años, sus talleres producirían todavía una cantidad inmensa de objetos que, aunque de mérito desigual, ha permitido conservar muchas obras maestras.
La romanización de la región se efectuó muy despacio.
Las ciudades de la Toscana del sur estaban demasiado cerca de Roma, y vieron cómo su prosperidad declinaba rápidamente. Pero más allá, al norte, ciudades como Chiusi, Perugia, Cortona, Volterra y Arezzo, gozaban todavía, bajo el águila romana, de riqueza comercial e industrial y, en sus territorios, la riqueza de las tumbas del período helénico puede ser comparada a necrópolis más antiguas.
En el primer siglo a. C., las luchas sangrientas entre Mario y Sila tuvieron graves consecuencias para Toscana y sus habitantes.
Diversas ciudades etruscas se habían puesto al lado de Mario. Después de su victoria, Sila se vengó despiadadamente.
Las confiscaciones arruinaron el campo, y fueron instaladas allí varias colonias militares.
Desde aquella fecha desaparecen los últimos vestigios de autonomía y se debilitan los recuerdos de la vieja civilización etrusca.
No obstante, durante
la vida del imperio romano, los habitantes de la región continuaron
enviando todos los años delegados a una asamblea religiosa que tenía
lugar cerca del santuario sagrado de Voltumna, Fanum Voltumnae, cuya situación exacta permanece
en el misterio.
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